LA
HUÍDA
El
teniente de policía James Bratton me pide que cuente exactamente
todo lo que ha pasado esa noche...
-Había
quedado con una buena amiga mía llamada Yuriko en Times Square a las
nueve y media de la noche, pero en vez de Yuriko apareció una amiga
suya que se llamaba Clara Jones y a la que yo había visto algunas
veces antes -le digo. Clara Jones era rubia y tenía un mechón de
pelo verde. Vestía un traje negro, tenía los labios pintados de
negro, como sus uñas, y llevaba un piercing en el extremo del labio
superior; una especie de perla, creo. Tenía 30 años.
-Yuriko
no vendrá, me dijo Clara Jones – Le ha surgido un contratiempo.
Ahora solo estamos tú y yo, pero luego vendran otros amigos. He
quedado con ellos en un club que se llama Perfidia ¿Te suena?
-Yo
le dije que no, que no me sonaba de nada.
El
teniente se recuesta en su silla y un suboficial, sentado a otra
mesa, teclea en un ordenador todo lo que yo voy diciendo.
-Continue,
por favor -dice el teniente.
-La
entrada me costó doce dólares: diez dolares, más dos dolares extra
porque el código de etiqueta es muy estricto, y como no iba vestido
de negro tuve que alquilar una chaqueta. Una de las mangas tenía el
forro descosido y no había forma humana de sacar la mano por el otro
lado. Tuve que dar manotazos arriba y abajo, y al final conseguí
desenfundarme el forro de la chaqueta y saqué la mano acompañada de
una colila de cigarrillo. Ofendido, le pedí al encargado que me
diera otra chaqueta, pero me dijo que no, que era todo lo que tenía.
-Continúe,
me dice el teniente.
-Cuando
llegé al interior, Clara Jones ya estaba bailando en medio de la
pista con un puertoriqueño, que llevaba una camiseta estampada con
la bandera de los Estados Unidos. El club era realmente grande y
tenía diferentes secciones, con pequeños toques de arquitectura
victoriana y candelabros distribuidos estratégicamente para que
diesen un aire gótico al lugar. La pista de baile estaba abarrotada
en ese momento; música Trance; chicas go-go bailando en el
escenario...
Después
de algunos codazos para conseguir un cubata que tardaron más de diez
minutos en servirme y además estaba aguado, fui a sentarme a una
especie de reservado, desde donde podía observar a Clara Jones
bailando como una posesa al ritmo de una música, que un tipo, detrás
mío, definió como “Delirium Tremens”.
-Continúe
-me dice el teniente.
-Al
cabo de cinco minutos, una pareja se sentó a mi lado y empezó a
despotricar de todo Entonces, se me acercó Clara Jones y me
preguntó que me parecería comer algo, porque al parecer los otros
amigos no iban a venir.
Yo,
por mí...-le dije.
Salimos
del club, caminamos unos minutos y entramos en una hamburguesería
donde nos sirvieron dos hamburguesas con pepinillos y mostaza y dos
cafés.
-¿Qué
ocurrió entonces? -dice el teniente Bratton.
-Me
habló de una oferta que le había salido para hacer un papelito en
una serie de televisión para una cadena hispana, con un actor
bastante conocido llamado Fred Manion.
-¿Te
suena Fred Manion? -le pregunta el teniente al suboficial.
-No,
jefe -dice categoricamente el suboficial, sin dejar de teclear. -No
me suena de nada.
-Siga
-me dice el teniente.
-Adelante!
Todo es empezar -le dije yo a Clara Jones, y entonces le expliqué la
historia de un amigo mío, que es escritor, y que un día escribió
algo muy chorra que se convirtió en un éxito rotundo: “Tubérculos
asesinos”, que va sobre un agente del FBI a quien le encomiendan
una misión secreta: acabar con una plaga de patatas explosivas
alienígenas que causan horror y muchas mutaciones...
El
teniente se mira las falanges de sus dedos manchadas de tabaco y me
interrumpe:
-Por
favor, no me explique los éxitos de sus amigos. Son las seis de la
mañana. Cíñase a los acontecimientos.
-Perdón
-digo yo...-
-Bien,
bien...No pasa nada. Continúe -dice el teniente Bratton.
Ella
me pidió que le acompañe a su casa, y cuando llegamos al portal me
invitó a subir.
-¿Había
estado en su casa alguna otra vez?- pregunta el oficial.
-No.
Era la primera vez.
-Bien,
continúe ¿Qué ocurrió entonces?
-Le
pedí una cocacola, me la sirvió, se sentó a mi lado y me preguntó
si tenía pareja en ese momento..
-No
la tengo. -Le respondí.
Ella
me dijo que su marido se encontraba en algún lugar del pacífico
transportando mercancías. Entonces, se levantó y salió, y yo
aproveché para chafardear un poco.
-¿Alguna
cosa que llamase su atención?
-Era
un apartamento pequeño, con pocos muebles. Había una fotografía en
la que salían ella y su marido colocada sobre una repisa, llena de
polvo, como el resto de la casa. No parecía que allí se limpiase
mucho, la verdad...
En
ese momento suena el teléfono del teniente Bratton.
-¿Si?
-Dice el teniente tras descolgar el auricular... -De acuerdo,
enseguida salgo.
El
teniente se levanta y me pide que le disculpe un momento.
-¿Quiere
un café? Me pregunta antes de salir.
-Se
lo agradecería.-digo yo.
El
teniente sale del despacho y el suboficial me sirve un café caliente
con mucha crema que me pone el cuerpo a tono. Al cabo de tres
minutos, el teniente vuelve a entrar y se sienta.
-Puede
continuar -me dice el teniente.
-Pues
verá...Al cabo de unos instantes, Clara Jones volvió a entrar, se
sentó otra vez junto a mí y empezó a contarme su vida y milagros.
Me dijo que había nacido en Hoboken, Nueva York, que su verdadero
padre se llamaba William Jones y tenía un negocio de artículos de
riego, y que además le encantaba pescar truchas...
-¿A
quien le encanta pescar truchas? ¿A ella? -Me pregunta el teniente.
-No,
a su verdadero padre...Me contó que sus padres se divorciaron cuando
ella tenía siete años. Su madre se lió con un cirujano del corazón
llamado Mike Thronton, de New Jersey, y se fueron a vivir con él.
Entonces, a los dieciséis años Clara Jones se escapó de casa y se
fue a vivir con una amiga a Los Angeles.
El
teniente Bratton apunta algo en un papel.
-¿Le
dijo porqué se escapó de casa?
Se
hace un silencio. El día empieza a clarear. El suboficial se acerca
a la ventana, tira del pomo y la abre. Hace un calor sofocante.
-Clara
Jones me dijo, palabras textuales: decidí perseguir mi sueño de ser
cantante y encontré trabajo como camarera en un bar nocturno. Conocí
a un productor musical que se llamaba Marvin Solznick, y él me
aconsejó que me cambiase las tetas, porque eso me ayudaría en mi
carrera.
El
teniente y el suboficial se echan a reir.
-¿Eso
le dijo? Pregunta el teniente.
-Exactamente
como se lo estoy contando. Clara Jones se operó los pechos, se puso
dos auténticos melones, y empezó a trabajar como azafata en fiestas
donde solían acudir actores, actrices, productores y todo tipo de
gente del espectáculo. Tuvo líos con productores, promotores,
agentes, subagentes, extras, dobles...pero ninguno le hizo caso
realmente y, al cabo de un par de años, lo único que había
conseguido había sido labrarse un inmenso prestigio en la cama.
Total, que decidió regresar a Nueva york, y tras deambular durante
algunos meses por “los lugares más sórdidos de su propio yo”
-según me contó- conoció a un tal Dimitri, y al cabo de dos
meses se casó con él.
-¿Le
explicó por qué se casó tan rápido?
-La
boda con Dimitri había sido una válvula de escape para ella, según
me dijo. Además, la familia de él tenía mucho dinero. Su padre
era propietario de una docena de Diners esparcidos por Queens y
Manhattan y las cosas les iban bien.
-O
sea, un braguetazo -pregunta retoricamente el teniente.
-Algo
así -dije. -Sin embargo, un día, Dimitri se enemistó con su padre
y este dejó de pagárselo todo, por lo que él tuvo que buscarse un
trabajo. Un amigo le aconsejó que se enrolase en un barco mercante
y eso hizo. Pero a partir de ahí, las cosas empezaron a empeorar.
-¿En
qué sentido? -me pregunta el teniente.
-Cada
cosa que ella hacía a él le parecía mal, le decía que era una
estúpida y que tenía que crecer. Cuando estaba en casa, Clara
intentaba hablar con él, pero la actitud de Dimitri era siempre de
ignorarla y de seguir con lo suyo, ya fuese comer, mirar la
televisión o cualquier otra cosa que estuviera haciendo en ese
momento. Además, se volvió un alcohólico. Cuando estaba en casa se
podía beber entre diez y quince latas de cerveza todas las noches y
cuando iba a ver un partido de fútbol siempre se llevaba latas
consigo. Empezó a pegarla. Una vez la arrastró por todo el
apartamento cogida de los talones, amenazándola con matarla mientras
ella le gritaba “Jódete mamón”, “puto marica de mierda” y
se retorcía para librarse de él.
El
teniente se levanta y va a buscar un ventilador que está al otro
lado del despacho, junto a una ventana. Lo desenchufa y lo coloca a
su lado, sobre la mesa.
-Siga
-me dice, mientras busca un enchufe, con el cable del ventilador en
la mano.
-En
ese momento, serían las doce de la noche, o algo así, Clara Jones
se levanta y vuelve a salir, supongo que para meterse una raya; Clara
era mucho de meterse rayas, me parece. Yo cojo una revista del
estante situado debajo de la mesita auxiliar para distraerme y
empiezo a ojearla; una revista de subscripción. En el interior había
una entrevista con Fred Manion, el actor con el que Clara Jones iba a
trabajar. Fred Manion hablaba del oficio de actor y de que había
estado en rehabilitación.
-Eh!
Ya sé quien es ese Fred Manion -dice el suboficial. -Es un actor de
pelis porno.
El
teniente da un sorbo a su café y el suboficial continúa tecleando.
-Continue,
por favor -dice el teniente.
-Mientras
estaba ojeando la revista, apareció otra vez Clara Jones, con los
pechos al aire -como si eso fuera lo más normal del mundo- me rodeó
con sus brazos y se apretó contra mí. Yo sentía que algo iba a
ocurrir, que había cruzado una especie de linea prohibida. Por
primera vez notaba el olor de su perfume: dulce, suave y afrutado. Me
daba la sensación de estar como en un sueño y ella empezó a
quitarme los pantalones.
-Ahora
vas a follarme -me dijo.
El
teniente vuelve a dar otro sorbo a su café, carraspea un poco y
dice:
-¿Y?.
-Pues
eso...Yo estaba nervioso y excitado y cuando ella me cogió el vaso
de la mano para dejarlo encima de una mesita auxiliar, va y se le
cae, y todo el líquido se esparce por encima de la alfombra, una
alfombra que su marido había traído de Marruecos y, al parecer, era
muy valiosa. Clara salió corriendo del salón con mis pantalones en
la mano y en ese momento sonó el timbre de la pùerta.
-¡Es
mi marido!. No sé que está haciendo aquí. Se suponía que estaba
de viaje en el pacífico transportando no sé que mierda de mercancía
china ¡Joder! -dijo ella.
-Escóndeme
en un armario -le supliqué yo.
-Imposible,
el piso es muy pequeño. Te descubrirá... Tendrás que salir por la
ventana y bajar por la escalera de incendios -me dijo finalmente
mientras me empujaba.
-¿Y
qué hizo usted?
-¿Qué
iba a hacer? Todo eso ocurrió en cuestión de segundos, y ni
siquiera tuve tiempo de reaccionar. Cuando quise darme cuenta, ya
estaba colgado de la escalera de incendios, dando un tremendo salto
hasta la calle. Al caer me torcí el tobillo, pero eso no fue lo
peor. Lo peor era que me había olvidado los pantalones y los zapatos
arriba en el apartamento.
El
teniente lanza el vaso de café vacío a una papelera y se sirve otro
café de una cafetera que hay en una mesita accesoria, detrás de su
escritorio. Da un sorbo y me pide que continúe. Le digo:
-Yo
intentaba pensar con claridad como iba a regresar a mi casa sin
pantalones cuando se asomó a la ventana el marido de Clara Jones y
miró hacia la calle, como buscándome. Yo le saludé con la mano y
le pedí por favor que me tire los pantalones. Fue una tontería, la
verdad. El marido de Clara Jones se metió de nuevo en el apartamento
y volvió a salir con un revolver, disparói un tiro al aire, como si
estuviera en el Far West y me gritó: “eres un cerdo hijo de puta y
voy a acabar contigo”. Después, apuntó el revolver hacia mi y me
disparó otro tiro que pasó a escasos centímetros de mi cabeza.. Al
oir el silbido del proyectil me acojoné tanto que salí cagando
hostias.
El
teniente asiente, resopla y bebe otro sorbo de café.
-!Qué
animal!. Siga -dice.
-Clara
Jones vivía en la 167 esquina Malcom X y en la calle apenas había
gente a esas horas. Milagrosamente, conseguí atravesar dos calles
sin ser visto y ahora me encontraba, sin pantalones, frente a una
gran avenida. No tenía ningún plan específico en la cabeza a parte
de llegar a mi casa, aunque eso suponía tener que caminar una
distancia de cuarenta manzanas, algunas de ellas bastante concurridas
a esa hora de la noche. Aturdido por mi situación, pensando que lo
mejor hubiera sido no salir de mi casa, me vino a la cabeza un sueño
recurrente, en el cual me encuentro caminando por la calle
completamente desnudo, y trato de huir, pero no puedo, porque no hay
lugar donde esconderme, y siento una terrible vergüenza, a pesar de
que la gente no me mira, sino que pasa de mi, ignorándome como a un
hombre desnudo invisible (Tras muchos años de tener este sueño
recurrente he llegado a la conclusión de que simboliza la vergüenza
que yo mismo siento al exponerme a los demás).
El
teniente me interrumpe y me dice que no hace falta que explique mis
sueños al detalle, ni el simbolismo que yo creo subyacente en ellos.
Me solicita encarecidamente que me centre en la descripción de los
hechos tal como han ocurrido.
-Continúe,
por favor -me dice el teniente.
-Cuando
estoy por fin persuadido de cruzar la avenida y de llegar a la calle
perpendicular al otro lado, oígo detrás de mí el sonido de una
sirena de policía. Yo solo quería llegar a mi casa ¿Comprende? y,
por miedo, no lo dudé ni un instante: eché a correr y atravesé la
avenida. En mi huída me crucé con dos tipos que me miraron de
arriba a abajo, riéndose a carcajadas. Consigo meterme en otro
callejón, que apenas está iluminado, y corro todo lo que pude.
Recorrí unos doscientos metros, llegué hasta la puerta de un bar y
entré.
El
teniente mueve la pieza basculante del ventilador y da un sorbó a su
café. El ventilador empieza a girar y, al llegar a mi altura, un
aire fresco y tonificador me baña la cara llena de sudor.
-Qué
calor hace hoy. -dice el teniente.
El
suboficial asiente y siguió tecleando.
-Siga
-dice el teniente.
-Era
un bar cutre y estaba vacío. Detrás de la barra, un camarero negro
me miraba con cara de pocos amigos.
-¿Hay
alguna puerta trasera? -le pregunté.
-¿Para
que quieres una puerta trasera si ya tienes la delantera?.
-Yo
le explico un cuento chino. Que unos tipos me habn atracado y me han
robado mis pantalones y que, no contentos con esa fechoría, se han
dedicado a perseguirme hasta que yo he conseguido darles esquinazo.
El camarero me señala una puerta al fondo del local
-Esa
puerta da a un callejón -me dice. ¡Lárgate! No quiero problemas
(Yo le di las gracias y fui corriendo hacia ella)
-Me
encontraba en otro callejón y pensaba...¿Cómo puedo regresar a mi
casa? Gracias a Dios, veo un taxi parado al final de dicho callejón
y voy corriendo hacia él, abro la puerta y entro sin ni siquiera
preguntar si estaba libre. El taxista se gira en su asiento, y al
verme sin pantalones, me pregunta:
-¿Llevas
dinero?
-Le
digo que no, pero que en cuanto me lleve a mi casa le pago. El
taxista no estba seguro de mis intenciones y se me quedó mirando
unos instantes más, dudando. Era un hombre de complexión fuerte.
Tenía un rostro cuadrado con una nariz pequeña en comparación con
el resto de su cabeza, y un cuello casi inexistente. La cabeza, por
tanto, reposaba casi sobre sus hombros ¿Sabe lo que le digo? como
uno de esos luchadores de wrestling o de Sumo. La anchura, de hombro
a hombro, debería de ser de por lo menos un metro, y las orejas eran
muy pequeñitas. Medía alrededor de un metro ochenta o metro ochenta
y cinco y sus manos eran gruesas y grandes, el doble que las mías.
Pensé en las posibilidades que tenía de salir ileso en caso de no
pagarle y me imaginé que me rompería la cara y posiblemente me
patearía el abdomen hasta dejarme doblado si no lo hacía.
El
teniente vuelve a interrumpirme y me aclara que no hace falta que
haga suposiciones sobre algo hipotético cuando ese algo hipotético
no va a ocurrir. Sigo con la narración.
-Cuando
acabé ese pensamiento, el taxista seguía mirándome y tuve que
explicarle la historia que ahora le estoy explicando a usted. Al
final, me dijo:
-Te
llevaré a tu casa porque me has caído bien. Me llamo John. -Y me
ofreció la mano para que se la estrechara.
-Me
sentía mucho más aliviado. Al cabo de unos instantes, el taxista me
preguntó a que me dedicaba y yo le dije que era escritor. Nos
pusimos a charlar y le expliqué todo lo referente a una novela que
estaba leyendo y que se llamaba “Sueño Africano”, que es la
historia de un hombre que sufe una crisis existencial y decide romper
con todo, iniciando una nueva vida en África. El protagonista se
llama Spencer...
El
teniente sacude la mano repetidas veces con impaciencia y me pide que
siga narrando los hechos tal como han ocurrido, sin interferencias
literarias. El suboficial teclea y teclea sin cesar.
-Al
parar en un semáforo, el taxista me contó una historia real que le
había pasado a él cuando era taxista en L.A. Una noche...
-¿Va
a contarme la historia del taxista? -me pregunta el teniente.
-Es
importante -le digo yo.
-Está
bien, adelante. Siga.
-La
historia ocurrió en Los Angeles. Una noche, mientras conducía, paró
en un semáforo rojo de Mullholand, cerca de la I-405, muy cerca de
una enorme escuela para niños judíos, y un tipo sin camiseta abrió
la puerta y se subió a su taxi. Un tipo alto, grueso, moreno, de
unos cincuenta años. El taxista me admitió que estaba asustado,
pero enseguida se dio cuenta de que el tipo no llevaba armas. Era una
noche fría y horrible y el pobre infeliz estaba temblando y sus
dientes castañeaban. El taxista subió las ventanillas y puso la
calefacción, se colocó la gorra de beisbol y le preguntó a dónde
quería ir.
-¿A
dónde, amigo? -le preguntó.
-A
Encino. -respondió el otro.
-Cuando
iba por la 405, el tipo le contó lo que le había ocurrido: que
estaba medio desnudo con su novia de 30 años cuando, para sorpresa
de ambos, el marido de ella llegó a su casa y él tuvo que salir por
la ventana.
-Ya
veo, como usted. -me dice el teniente.
-Exacto...John,
el taxista, acabó de contarme la historia y empezó a reir a
carcajadas, dando manotazos al volante. Reía y reía (porque le
había pasado lo mismo dos veces) y de tan excitado que estaba, salió
del semáforo antes de tiempo y un todo terreno que venía por una
avenida perpendicular se saltó el semáforto en ambar y embistió al
taxi con toda la mala leche. Afortunadamente no nos embistió por el
centro, sino por la parte trasera y eso provocó que el taxi empezase
a girar sobre si mismo mientras se desplazaba horizontalmente por la
calzada. Yo me había agarrado instintivamente al asiento delantero,
pero eso no impidió que fuese de un lado a otro como una peonza
loca. Por su parte, el taxista, con sus enormes manazas, agarraba el
volante como podía y lo giraba y giraba como si de esa forma pudiera
contener la implacable furia de la segunda ley de Newton. Pero no
pudo. Al final, el taxi fue a chocar contra una farola, la arrancó
de cuajo y siguió hasta impactar contra la fachada de un edificio
con un sordo crujido de chatarra.
El
teniente da un último sorbo al café, dice “Buff” y se rasca la
oreja izquierda con el dedo meñique.
-Muchas
gracias, ya hemos acabado... Puede irse. -Me dice el teniente. -Si
necesitamos algo más le llamaremos. Jim acompáñale hasta la
puerta.
Cuando
salgo de la comisaría son las siete de la mañana. A Dimitri, el
marido de Clara Jones, ya lo han encontrado y detenido, y el cuerpo
de ella sigue en el depósito policial, con un tiro en el esternón.
Una mujer policía me ha dado unos pantalones viejos, unos zapatos y
un billete sencillo de metro para regresar a mi casa. Nueva York
empieza a despertarse y algunas personas van con prisa por llegar a
sus respectivos trabajos. Yo, por el contrario, solo quiero pillar la
cama y echarme a dormir.