lunes, 1 de mayo de 2017


05.11.2011

Ayer, cuando su tío Ernesto le trajo un patito amarillo que hace tres veces “cuacuacua” cada vez que le aprietas la barriguita, estaba de mejor humor que hoy, puesto que le están saliendo los dientes y no para de llorar. Su padre la ha cogido en brazos y se ha callado tres minutos justos y ¡dale! vuelta a empezar. También le ha puesto el chupete, pero lo ha escupido, y luego se lo ha metido en la oreja y también en el ojo, en todas partes menos en la boca, y venga a llorar. Yo estoy tan histérica que voy a ponerme unos tapones en los oídos... ¿Dónde he puesto mis tapones? Ah, sí... aquí... Dios, que sucios están, tengo que comprarme unos nuevos, pero no los quiero de esponja porque se rompen y no duran nada. Ahora me siento mucho mejor. ¡Qué silencio! Por mi como si se desgañita. ¡Uf! entre el stress de la peque y el cansancio llevo casi tres noches sin pegar ojo. He notado que, cuanto menos duermo, más sueños tengo. Son como flashes que se van solapando entre sí; algunos de ellos son muy desagradables; el del coche que se estrella al salir del autopista con la mujer morena de las gafas de sol y la niña dentro ha sido el peor de todos. No puedo sacármelo de la cabeza. La niña, según la psicóloga, soy yo, y estoy en una situación que no puedo controlar, a punto de estrellarme... Pero ¿Y la mujer morena con las gafas de sol? ¿Quien es? Aún no lo he descubierto y, por si esto fuera poco, hace semanas que los vecinos del primer piso están de fiesta todas las noches. Es acostarte y apagar la luz que empiezan los lloros de la peque y las juergas de los vecinos. Andrés fue a decirles algo ayer. Oí como les decía de manera contundente que, o bajaban el volumen, o avisaba a la policía. Se calmaron pero hoy ya se han olvidado, no creo que el aviso que les dio fuese tan contundente.

Esta tarde las copas de los plataneros estaban llenas de luz y ha venido la madre de Andrés trayendo un peto de color rojo para la peque, que a mi me gusta mucho porque es ancho, muy cómodo y además huele bien, no como la ropa que trae Andrés de los grandes almacenes, que siempre es estrecha, barata y no te dura ni cuatro días. Cuando se ha ido, Andrés se ha enfadado conmigo porque cada vez que su madre coge en brazos a la peque dice que yo pongo mala cara. No entiendo porqué mira tanto mi cara si no le gusta. Él me ha dicho que se notaba a la legua que hoy yo estaba incómoda porque había levantado la ceja y había arrugado la nariz dos veces y se ve que eso lo hago siempre que me pongo celosa, y que lo hago sin ningún motivo, porque su madre solo viene una vez por semana, y qué menos, y que yo soy la madre de la peque y no tengo nada que temer, que ella no es una ladrona de niños. Lo de la ceja no es verdad, pero lo que si que es verdad, aunque ya lo hemos hablado muchas veces, y Andrés debería haberlo comprendido, y haberme dejado en paz de una vez por todas con el maldito tema, es que soy celosa y me pongo celosa por nada. Pero ¿Y qué?... ¿Pasa algo?. No, qué va a pasar, pero para Andrés admitir que alguien pueda tener debilidades es casi una injuria, así que Don Perfecto me ha dicho que eso no es suficiente, que debo hacer algo por evitar mis ataques de celos, o sea, corregir mi actitud, como si él hiciese algo por evitar otras cosas que a mi me molestan y en las cuales ahora no me apetece entretenerme. Con el tema de su madre enseguida se ha puesto hecho una furia como si esa mojigata insoportable, porque lo es, nunca se hubiera puesto celosa por nada, y hemos empezado a discutir justo cuando se han encendido las luces de la calle y el dueño de la pizzería ¡joder está buenísimo! estaba fumando un cigarrillo. Hemos subido el tono hasta ponernos a gritar, y a mi cuando me gritan es que no lo soporto (aunque yo también gritaba) y he agarrado lo primero que he visto, que resultaban ser sus gafas de leer, las he cogido por las patillas y cuando se las enseño él me dice: “¡ni se te ocurra hacer eso!”, pero yo estaba tan alterada que he retorcido las patillas con todas mis fuerzas, pero las muy putas no se rompían, y veía como su cara se ponía lívida, y eso me ha animado a retorcerlas muchas veces, con muchísima rabia, para fastidiarle, hasta arrancar de cuajo las bisagras. Entonces he cogido, se las he enseñado y las he arrojado al suelo con fuerza para que se rompieran los cristales en mil pedazos. Su reacción ha sido la de siempre: primero me mira con ganas de arrancarme la cabeza, pero no lo hace, y luego empieza a soltar su sempiterno discursito moral, con ese tono grave de Hamlet que me pone de los nervios. Me dice que si estoy como una puta cabra... que si me gusta humillarle... que si no me controlo ...que si esto se ha acabado... que si la peque sufrirá; como si esto último no lo supiésemos ya de sobras... y que si me pienso que las gafas son gratis. Pero es que en ese momento a mí me importaban una mierda sus gafas y así se lo he dicho. Estoy pensando que sería un buen momento para coger a la niña y largarme a casa de mi padre porque no le soporto más y es que esta casa, toda mi vida, desde por la mañana hasta por la noche, me parece una tortura insufrible. Puedo coger a la niña cuando él esté durmiendo, llenar una bolsa con su ropa, sigilosamente para no despertarle, y saldría por la puerta para no volver nunca más. Y un día me enamoraré otra vez.

La peque, claro, con tanto grito, se ha puesto a llorar y él se ha sosegado, y eso me ha hecho bajar el tono de voz y luego lo ha bajado él un poco más, y luego yo un poco más todavía, y al final nos hemos echado un par de reproches en voz muy, muy bajita, casi susurrándonos, y me he quedado súper tranquila. El ha soltado un resoplido y me ha mirado con tristeza como si yo estuviera espiritualmente a millones de kilómetros de él y ha empezado a recoger del suelo los restos de sus gafas. ¡Ohh! el estómago me ha dado un vuelco y casi me pongo a llorar cuando él trataba de reconstruir el puzzle en el que yo había convertido sus pobrecitas gafas y le he dicho que lo sentía, porque lo sentía de veras. Y él ha dicho muy abrumado: Ahora tendré que comprarme unas gafas nuevas” y se ha metido en el dormitorio cabizbajo. Lo he visto triste. Se notaba que le había afectado la discusión. Ahora veo que me he pasado, lo admito, es más, me he comportado como una mala puta, sin duda, pero ahora ya no puedo hacer nada ¿no? o sea que es mejor no pensar más en ello, además, es él quien se pone insoportable con el tema de los celos, como si los demás no tuvieran celos alguna vez. Y eso que ya le había dicho antes de comer que había hablado con mi psicóloga y que había llegado a la conclusión de que nunca más iba a aguantar nada que me molestase.

A la peque ya le toca la siguiente toma. Andrés le está cambiando el pañal. ¡Ha engordado muchísimo! Lo noté por primera vez el otro día y hasta entonces ni siquiera me había fijado, pero el otro día sí que me fijé, porque estaba de perfil en el cambiador, como está ahora. Le ha salido una barriga en forma de “B” y le cuelgan los michelines por los lados como si fuese un helado de vainilla encima de un cucurucho. También le ha salido papada, y eso, creo, es incluso peor que lo de los michelines. Debería volver al gimnasio para rebajar esos kilitos de más, porque cuando le conocí estaba delgado y ¡buf! Me viene a la memoria aquel día que íbamos en taxi, al principio de conocernos, cuando aún no salíamos pero veníamos de una fiesta, y me entraron aquellas ganas locas de violarlo allí mismo. Pero no lo hice.

La peque ya está cambiada, ahora le toca la teta. Siento un terrible dolor en el pezón que hace días que no se me va, pero a la peque eso le da igual porque se ha abalanzado sobre mi como una loba hambrienta. Andrés también se ha sentado en la cama y se ha puesto a mirar la pared blanca como una estatua de mármol, como hace siempre que sale de un enfado, sin decir ni mu. ¡Uf!... como me duele, tengo unas ganas terribles de destetarla, pero ¡Oh! Mírala, es una preciosidad, la tendría todo el día pegada a mi... Me vienen ganas de decirle a Andrés que me gustaría tener otro bebé, esta vez que sea niño; a la peque le iría bien tener un hermanito, porque los hijos únicos salen muy malcriados y no hay quien los soporte. Lo digo por mí, por ejemplo, y no es falsa modestia, porque me conozco, y también por la tía Elsa, que es hija única y ya no le queda ninguna amiga en el mundo a quien echarle la culpa de sus desgracias. Pero estoy seguro de que él va a decir que no, que ahora no es el momento, que la peque es aún muy pequeña y que primero hemos de solucionar nuestros problemas. Pero yo ya tengo 38 y voy para los treinta y nueve, y si no lo hago pronto ya no lo haré. Entonces ¿Qué? ¿Qué hago? ?Se lo digo o no se lo digo?... Se lo digo.

-¡Andrés!...

miércoles, 26 de abril de 2017


NORA
    Eran las dos de la tarde y yo estaba casi a punto de cerrar, pero una chica se paró delante del escaparate y, después de mirar los libros de oferta que hay dentro de unos cestos, se decidió a entrar. Primero recorrió la sección de los libros de cartón y también los de sonidos y texturas; para niños de entre 0 y 3 años; luego fue hasta la sala donde están los cuentos ilustrados y las novelas. Yo estaba detrás del mostrador, intentando fingir que hacía alguna cosa. Después, ella se acercó hasta la sección de actividades con un libro de Shaun Tan en la mano, estuvo mirando unos instantes los libros de pegatinas y de colorear y pude verla mejor: era muy joven y muy guapa; alta y robusta, con el cabello oscurísimo y muy largo. Finalmente, se acercó al mostrador donde yo estaba y me dió el libro para que se lo cobrase.
    -Tienes una librería muy bonita -me dijo.
    -Gracias -le respondí agradecido. Y añadí -¿Eres del barrio?
    -No -respondió ella -Estoy tomando clases de arpa aquí al lado. Hoy es el primer día.
    La chica tenía algo de acento extranjero, pero hablaba un castellano muy bueno y su voz era suave y relajante.
    -¿De dónde eres? -le pregunté.
    -Del Líbano -dijo ella -pero he vivido muchos años en París. Mis padres se exiliaron a Francia en 1982, cuando la guerra contra Israel. Años más tarde, cuando la guerra acabó, regresaron al Líbano. He vivido la mitad de mi vida en Francia y la otra mitad en El Líbano, rodeada de árboles.
    -Curioso, -le dije. Entoncés, recordé que los postres libaneses siempre están hechos de almendra o de pistaccio y le pregunté porqué.
    -El almendro es un árbol sagrado, tanto en mi país como en otros muchos -dijo ella-. -Es nativo de El Líbano y de algunos lugares de Mesopotamia-. Y luego me habló de él (del almendro). -Su nombre en hebreo significa scha·qédh: (el que despierta). ¿Y sabes por qué?
    -No. -le dije.
    -Porque es uno de los primeros árboles que florece después del descanso invernal hacia finales de enero o principios de febrero.
    -¿Quieres que te cuente una anécdota de los almendros? -me preguntó, acto seguido ¿Tienes tiempo? Veo que ibas a cerrar...
    -No te preocupes, cuéntamela -le dije.
    -Cuando mis padres emigraron a Francia, dejaron atrás, en Beirut, una bonita casa con jardín y tres almendros. Quince años después, cuando yo regresé con ellos, la casa estaba en muy mal estado; la habían bombardeado y nos habían robado todos los muebles, pero los almendros todavía estaban en pie. Parecían tres esqueletos carbonizados, pero estaban en pie. Mi padre se opuso a cortarlos, pensando que quizás aún estarían vivos. Yo no me podía creer que estuvieran vivos, porque la verdad es que tenían muy mal aspecto; te diría que peor aspecto que la casa. Pasaron unos meses y mis padres restauraron la casa y compraron muebles nuevos (durante la restauración vivimos en casa de mis tíos) pero los almendros seguían igual: tristes y apagados; sin vida. Sin embargo, un día, a mediados de febrero, los tres árboles empezaron a dar flores, y no unas cuantas, sino miles de ellas, blancas y rosadas, que desprendían un olor que cautivaba a cualquiera. Era maravilloso. Mi padre tenía razón: los tres almendros habían sobrevivido a la guerra, una guerra en la que habían muerto cientos de miles de libaneses.
    Seguramente fue la delicada belleza de esa mujer lo que me llevó pensar en la dulzura de los postres libaneses, en su combinación de frutos, miel y hojaldre. No se puede decir que me enamorase de ella, pero sí que me causó una profunda impresión. Además, por entonces me acababa de separar de mi mujer y su belleza y el perfume que llevaba me turbaban todavía más.
    Seguimos hablando y me preguntó si tenía pensado decorar la librería para Navidad y, sin esperar respuesta, miró alrededor y me comentó que había algunos detalles de presentación que debía cuidar. Por ejemplo, me señaló una mesa abarrotada de libros y me dijo que no hacía falta que tuviese tantos ejemplares del mismo libro expuestos uno encima del otro. Luego me llevó hasta el escaparate y me señaló un libro que estaba expuesto y al cual debía quitarle el celofán. Todo eso lo dijo con mucha naturalidad y desparpajo y a mi, más que molestarme sus observaciones, me hicieron gracia, por lo que acabé regalándole un libro. Ella me dió las gracias y me aseguró que me traería uno de sus famosos postres cuando regresara de El Libano, a dónde tenía pensado ir por Navidad.
    -¿Con almendras del almendro del jardín de tu casa en Beirut? -Le pregunté.
    Ella rió y me dijo que no, que las almendras las compraría en el mercado.
     Antes de marcharse me dió dos besos y me dijo su nombre: Nora.
    Nunca más la he vuelto a ver, pero cada vez que pruebo un postre de almendras y miel pienso en ella, en los Cuentos de las Mil y una Noches y en los almendros supervivientes de su casa en Beirut.

LA CASA DE TOMÁS BARRERA
    Tomás Barrera (1854-1931) había sido el médico de la ciudad, y antes de que la ciudad fuese declarada como tal por el rey Alfonso XIII, también había sido el médico del pueblo. Vivió en una casa unifamiliar en el centro -lo que ahora es La Rambla-: dos pisos y bajos, balcón de hierro forjado, vitrales en las ventanas y una puerta muy alta por si alguna vez tenían que entrar los caballos. La casa, que aún estaba en pie y en perfecto estado, había sido convertida recientemente en restaurante. Al entrar, vi que el interior era espacioso. Tenía dos amplios salones y la luz que entraba por las ventanas formaba íntimos recovecos con sus sombras. En los techos, de más de cuatro metros de altura, había elementos de marquetería que habían sido salvajemente repintados, y una escalera con barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera comunicaba con los pisos superiores. La casa era preciosa, pero los nuevos propietarios, más interesados por el provecho que le podían sacar que en mantener intacto el estilo original, habían pintado las paredes de color morado y le habían puesto una iluminación moderna que daban ganas de echarse a dormir. Y así se lo dije al camarero, quien me respondió que le daba igual, porque la casa no era suya y que por el sueldo que le pagaban no iba a pensar en si estaba bien o mal decorada. Me senté a una mesa y el camarero me trajo el menú. Pedí y me sirvieron unas alcachofas con romesco y después una galta de cerdo con una salsa marrón y verduritas al vapor que estaba muy rica. De postre tomé pastel de queso con arándanos y para finalizar un café.
Lo que ocurrió después fue totalmente inaudito, aunque tan real como la muerte o los impuestos.
    Estaba yo en el lavabo cuando me percaté de que tenía un cordón del zapato suelto. Me agaché para atármelo y en ese momento recibí un fuerte golpe: alguien empujó la puerta para entrar, no me vió y esta me golpeó fuertemente la cabeza. Perdí el conocimiento y cuando lo recobré ya no estaba en el lavabo, sino en una de las salas, de forma pentagonal, con un gran ventanal que daba a la calle y sentado en un moderno sofá de Ikea. Frente a mí había un hombre de unos 35 años, sentado en una silla, con las piernas cruzadas y unas manos de finos huesos sobre las rodillas. Llevaba una barba oscura y bien cuidada que le cubría la barbilla -un corte estilo carlista o algo así-; camisa blanca con cuello almidonado; pajarita negra y traje de color negro con solapas anchas. Su nariz era alargada, no era muy alto de estatura y más bien delgado. Tenía un atractivo natural, de joven inteligente y ambicioso. A través de él se filtraba la luz del ventanal que había detrás, dándole un aspecto traslúcido, algo muy extraño en un ser humano, por lo que deduje que era un fantasma. Se me quedó mirando durante unos instantes mientras yo intentaba recomponerme.
      -¿Ha visto usted como está la casa? -dijo señalando violentamente las paredes- Esta no es mi casa. Yo jamás la hubiera pintado de color morado. Mire usted qué lámparas. ¡Que gusto más atroz!. ¿Y porqué hay tantas mesas? ¿Y mis muebles? ¿Dónde está Ramon? -Dijo buscándole con la mirada.- Pensé que Ramon se ocuparía más de las cosas. Para eso le nombré mi heredero, para que cuidase de mi casa.
    -¿Quien es Ramon?- Le pregunté.
    -Mi sobrino: Ramón Barrera. Soy Tomás Barrera, el médico del pueblo. ¿Quien eres tú?
    -Soy funcionario: me dedico a catalogar casas de interés arquitectónico -le dije. -Hoy me ha tocado esta.
    Miré entre mis papeles y pude ver una copia del registro de la propiedad, con los nombres de todos los propietarios hasta la fecha: uno de ellos había sido Tomás Barrera y otro Ramón Barrera.
    -Ramon Barrera está muerto -le dije.
    -Debí suponerlo. Ha pasado mucho tiempo ¿No? ¿Y qué hizo con esta casa?
    -A ver... Volví a mirar los papeles del registro y le dije: -La vendió en 1944.
    -¿La vendió? ¿Mi casa? ¿Por qué?
    Me encogí de hombros y miré por tercera vez el papel del registro.
    -Aquí pone que usted se la dejó en herencia.
    -¿Y qué? -dijo él -¿Es que los jóvenes solo saben vender lo que heredan?... Como si las cosas no tuvieran ningún valor... Yo me enorgullecía de esta casa. Pasé más de veinte años en ella, los últimos de mi vida. Era mi legado, algo por lo que mis descendientes pudiesen sentirse orgullosos. Era una manera de decirles ¡Tomad! Os dejo todo lo que tengo. ¡Salud y hasta pronto!.
    Tomás Barrera se levantó y se acercó con grandes zancadas al ventanal.
    -Mi sobrino Ramón era un chico con muchos pájaros en la cabeza -dijo- Parece mentira que fuese abogado. Un abogado debería saber que una casa como esta no se vende. ¡Se man-tie-ne!.
     Según constaba en un documento de la época que estaba en mi poder, la casa en cuestión “había estado en quieta y pacífica posesión de la iglesia parroquial desde tiempo inmemorial”. Por razones de liquidez, supongo, se puso a la venta en el año 1909 y Tomás decidió comprarla, tirarla abajo y levantarla de nuevo. En la fachada hizo construir dos grandes ventanas con cristales policromados, le añadió tres balcones con barandilla de hierro ondulado, dos de ellos individuales, y en las puertas guardapolvos ligeramente ondulados con impostas trabajadas. La parte alta de la fachada estaba flanqueada por dos plafones decorativos acabados en arco de medio punto. Era una casa Art Noveau en toda regla, una pequeña reliquia entre modernas boñigas arquitectónicas sin ningún sentido, que además le habría costado un huevo y parte del otro.
    -Cuanta indolencia -dijo Tomás. -Esto me pasa por no querer escuchar a mi mujer... Se la tenía que haber dejado a mi hermano Manuel, pero no lo hice ¿Y sabes por qué? Porque Manuel tenía cuatro hijos y pensaba: cuando él muera, sus hijos no se pondrán de acuerdo y, como buitres, la venderán. Por cierto ¿Sabes cuanto sacó por la casa el cretino de mi sobrino? -dijo, cambiando otra vez de tercio.
    Volvi a encogerme de hombros. Tomás permaneció pensativo y se atusó el bigote con el dedo índice. Su alma estaba entristecida; una honda herida le había atravesado el pecho con un profundo penar y se había llevado la quietud de su larga no exitencia. Le fastidiaba profundamente que su sobrino se hubiera vendido la casa aprovechando su ausencia involuntaria ¡Y encima hacía tantos años! Que su casa ya no fuera de su familia, sino de un extraño que había puesto un restaurante para que se llenase de otros extraños, que entraban y salían de las habitaciones y profanaban a cada paso la memoria de tantos buenos y malos momentos. Él, Tomás Barrera, estaba muerto, y como se suele decir comunmente “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, aunque eso no quitaba que el impresentable de su sobrino, Ramon, hubiera tenido más en cuenta el valor económico de la casa que el valor sentimental. Le dije que, al menos, los nuevos propietarios no habían tocado nada de la estructura exterior, pero eso no pareció tranquilizarle en lo más mínimo; abrió la puerta del salón y se alejó corriendo escaleras abajo. Yo le seguí. Al llegar a la planta baja me di cuenta de que el restaurante estaba vacío (los dueños se habían ido y me habían dejado dentro). Tomás Barrera fue hacia la puerta de entrada y la intentó abrir.
    -Está cerrada, -le dije. -Hasta la noche no abren.
    -Quería ver si la fachada sigue igual, -dijo él ¿Cómo podría salir?
    -Los fantasmas podéis atravesar paredes ¿No?
    -Es verdad, -dijo él. -Y nada más decirlo, atravesó la pared y se plantificó en medio de la calle. Yo intenté hacer lo mismo pero no pude. Tuve que quedarme en el interior, mirándole a través del doble cristal de seguridad de la puerta. Por si aún había alguna duda, quedaba claro que él era un fantasma y yo no.
    Tomás estuvo mirando la fachada durante un par de minutos: detalle a detalle, piedra a piedra, resquicio a resquicio. No parecía poner mala cara, pero tampoco estaba sensiblemente contento. Cuando acabó su análisis, volvió a atravesar la pared y entró.
    -Mis iniciales aún están ahí, -dijo, ligeramente aliviado.
    Se refería a las iniciales “T B”, que se había hecho esculpir en las ménsulas que sostenían el balcón principal. En esa época, tener las iniciales de tu nombre y apellido grabadas en la fachada de tu casa era un signo de distinción. Era una manera de dejar claro que en esa casa vivía alguien especial. Una manera de consignar un estrato social. Hay gente que hacía eso y a otros les daba por poner el escudo de su familia. Además, en su caso, las iniciales también servían otra función: distinguir la casa del médico de las demás casas. De esta manera, si algún paciente o persona que estuviera buscando al médico no recordaba exactamente en qué número vivía, siempre podía guiarse por las iniciales en la fachada.
    - Me alegro de que eso no lo hayan tocado, -dijo. -Es una manera de dejar claro que en esta casa vivió el médico.
    -No es por fastidiar, -le dije, -pero no estoy seguro de que la gente que pasea hoy en día por esta calle sepa quien es la persona que vivió aquí hace un siglo. Ni siquiera sabrán que significan las dos iniciales, porque podrían ser de cualquier persona.
    Tomás Barrera se dio cuenta de repente de su propia pequeñez. Era un completo desconocido en esa ciudad. Lo único que quedaba de él era una casa anónima con dos iniciales anónimas. Y aunque un día hubiera sido uno de sus más reconocidos médicos, además de cirujano y forense, y hubiera atendido desinteresadamente a los enfermos del hospital de pobres durante muchos años (en el hospital y en su propio domicilio; en su tarjeta de visita se podía leer: “Visitas en casa. Gratis los pobres”) ¿Qué le había dado el ayuntamiento a cambio?
    -Al menos, las autoridades podían haber colocado una pequeña placa con mi nombre. Han tenido ochenta años para hacerlo. Más que nada para que los nuevos vecinos y los turistas sepan que un día esta casa fue mía, que yo la levanté de la nada y que en esta ciudad ejercí de médico. No puedes ni imaginarte -me dijo - la de balas que llegué a extraer en Torreciudad durante la Tercera Guerra Carlista; cuantas heridas de cuchillo, algunas de ellas muy graves, llegué a coser. Qué poca consideración con los muertos- me dijo tristemente.
    Tomás se sentó en una silla fea y moderna (fea, no por moderna sino por fea), suspiró hondamente y dejó escapar una confusa exclamación. Se notaba que no estaba a gusto en la casa.
    -Todos los años, durante la fiesta mayor, a mediados de agosto, -dijo Tomás -celebrábamos grandes comidas en el patio posterior, donde había una gran bugambilia y un muro de piedra que rodeaba la casa. Ahora solo hay gente que viene a comer y punto, pero que no conocen ni quieren conocer todas las cosas buenas y malas que ocurrieron entre estos muros.
    Tomás salió al patio posterior. La bugambilia, por supuesto, ya no estaba, y en lugar del muro de piedra había uno de cemento. Enfrente había un edificio horroroso en una de cuyas ventanas podía leerse: Se vende. Tomás sacudió la cabeza en señal de desaprobación.
    -Mi sobrino Ramon había hecho muchos negocios durante su vida con dinero recibido de herencias familiares como la mía, o la herencia de la tía Narcisa, que había sido farmacéutica, o la de su tío abuelo Ramon Verdaguer, que había sido un abogado de cierto prestigio. Si al menos hubiera conservado esta casa -dijo-.. -¡En fin! ¡Qué le vamos a hacer...Si yo te contara cosas sobre mi sobrino... Siempre estaba metido en negocios de los que no tenía ni idea. Pero mi hermana siempre me insistió, que como yo no había tenido hijos, le dejase a él la casa, porque sabría encargarse de cuidarla y todo eso...
    Tomas permaneció en silencio, cabuzbajo. Estaba conmovido y desplazado, fuera de su entorno, aunque un día ese entorno hubiera sido el suyo. Intenté animarle y le pregunté por su barba.
    -:¿Te gusta? En mi época, la barba era tan importante como el traje. Mi abuelo me enseñó a afeitarme. Él había aprendido de su padre, que había sido cirujano barbero. Te estoy hablando del año 1785, cuatro años antes de la Toma de la Bastilla. El rasurado se divide en catorce áreas; cada sección se aborda en función de la posición natural de la mano y del nacimiento del vello ¿Ves? Así -y movió la mano en el aire, con natural elegancia, como dándome una lección de afeitado.
    En ese momento, tocaron las ocho en la campana de la iglesia, que estaba unas calles más allá. Cuando quise darme cuenta, el fantasma de Tomás Barrera había desaparecido ¿A dónde había ido?. Supongo que al mundo de los muertos otra vez. Su presencia, aunque hubiera sido traslúcida, me había dejado un buen sabor de boca. Por unos instantes le imaginé a él saliendo por la puerta de su casa en dirección al hospital de pobres, con su maletín de médico y su levita impecable. Era verano, el sol perpendicular del mediodía picaba con fuerza sobre la pequeña ciudad al pie de las Guillerías y faltaban aún muchos años para que su sobrino Ramon vendiera la casa.



LA ÚLTIMA CENA DE ABRAHAM LINCOLN


    Las ostras estaban muy frescas y la sopa de tortuga excelente, pero declinó probar el fricasee de pollo porque dijo que tenía dolor de cabeza y, además, prefería reservarse para el postre.
    Desde que habían llegado a “ese lugar”, como solía llamar él a la Casa Blanca, comía más bien poco; y desde la muerte de Willy, su hijo, había adelgazado más de diez kilos.
    El criado blanco entró con el pastel de almendras en una bandeja de porcelana y cortó dos trozos, uno bastante generoso para él y uno normalito para ella. Abraham cogió su trozo de pastel con las manos, como le gustaba hacer, pues le parecía ridículo tener que cogerlo con cuchillo y tenedor. Ella le dio un toque de atención que él no pudo ignorar. El rió, miró el trozo de pastel y dijo:
    -Pero, Mamá, si hoy solo estamos tú y yo...
    -Y Willy- matizó ella.
   El señor Johnson anunció que el coche estaba listo. A pesar del dolor de cabeza, Abraham no quería perderse la obra de teatro.





LA HUÍDA
    El teniente de policía James Bratton me pide que cuente exactamente todo lo que ha pasado esa noche...
    -Había quedado con una buena amiga mía llamada Yuriko en Times Square a las nueve y media de la noche, pero en vez de Yuriko apareció una amiga suya que se llamaba Clara Jones y a la que yo había visto algunas veces antes -le digo. Clara Jones era rubia y tenía un mechón de pelo verde. Vestía un traje negro, tenía los labios pintados de negro, como sus uñas, y llevaba un piercing en el extremo del labio superior; una especie de perla, creo. Tenía 30 años.
    -Yuriko no vendrá, me dijo Clara Jones – Le ha surgido un contratiempo. Ahora solo estamos tú y yo, pero luego vendran otros amigos. He quedado con ellos en un club que se llama Perfidia ¿Te suena?
    -Yo le dije que no, que no me sonaba de nada.
    El teniente se recuesta en su silla y un suboficial, sentado a otra mesa, teclea en un ordenador todo lo que yo voy diciendo.
    -Continue, por favor -dice el teniente.
    -La entrada me costó doce dólares: diez dolares, más dos dolares extra porque el código de etiqueta es muy estricto, y como no iba vestido de negro tuve que alquilar una chaqueta. Una de las mangas tenía el forro descosido y no había forma humana de sacar la mano por el otro lado. Tuve que dar manotazos arriba y abajo, y al final conseguí desenfundarme el forro de la chaqueta y saqué la mano acompañada de una colila de cigarrillo. Ofendido, le pedí al encargado que me diera otra chaqueta, pero me dijo que no, que era todo lo que tenía.
    -Continúe, me dice el teniente.
    -Cuando llegé al interior, Clara Jones ya estaba bailando en medio de la pista con un puertoriqueño, que llevaba una camiseta estampada con la bandera de los Estados Unidos. El club era realmente grande y tenía diferentes secciones, con pequeños toques de arquitectura victoriana y candelabros distribuidos estratégicamente para que diesen un aire gótico al lugar. La pista de baile estaba abarrotada en ese momento; música Trance; chicas go-go bailando en el escenario...
    Después de algunos codazos para conseguir un cubata que tardaron más de diez minutos en servirme y además estaba aguado, fui a sentarme a una especie de reservado, desde donde podía observar a Clara Jones bailando como una posesa al ritmo de una música, que un tipo, detrás mío, definió como “Delirium Tremens”.
    -Continúe -me dice el teniente.
    -Al cabo de cinco minutos, una pareja se sentó a mi lado y empezó a despotricar de todo Entonces, se me acercó Clara Jones y me preguntó que me parecería comer algo, porque al parecer los otros amigos no iban a venir.
    Yo, por mí...-le dije.
    Salimos del club, caminamos unos minutos y entramos en una hamburguesería donde nos sirvieron dos hamburguesas con pepinillos y mostaza y dos cafés.
    -¿Qué ocurrió entonces? -dice el teniente Bratton.
    -Me habló de una oferta que le había salido para hacer un papelito en una serie de televisión para una cadena hispana, con un actor bastante conocido llamado Fred Manion.
    -¿Te suena Fred Manion? -le pregunta el teniente al suboficial.
    -No, jefe -dice categoricamente el suboficial, sin dejar de teclear. -No me suena de nada.
    -Siga -me dice el teniente.
    -Adelante! Todo es empezar -le dije yo a Clara Jones, y entonces le expliqué la historia de un amigo mío, que es escritor, y que un día escribió algo muy chorra que se convirtió en un éxito rotundo: “Tubérculos asesinos”, que va sobre un agente del FBI a quien le encomiendan una misión secreta: acabar con una plaga de patatas explosivas alienígenas que causan horror y muchas mutaciones...
    El teniente se mira las falanges de sus dedos manchadas de tabaco y me interrumpe:
    -Por favor, no me explique los éxitos de sus amigos. Son las seis de la mañana. Cíñase a los acontecimientos.
    -Perdón -digo yo...-
    -Bien, bien...No pasa nada. Continúe -dice el teniente Bratton.
    Ella me pidió que le acompañe a su casa, y cuando llegamos al portal me invitó a subir.
    -¿Había estado en su casa alguna otra vez?- pregunta el oficial.
    -No. Era la primera vez.
    -Bien, continúe ¿Qué ocurrió entonces?
    -Le pedí una cocacola, me la sirvió, se sentó a mi lado y me preguntó si tenía pareja en ese momento..
    -No la tengo. -Le respondí.
    Ella me dijo que su marido se encontraba en algún lugar del pacífico transportando mercancías. Entonces, se levantó y salió, y yo aproveché para chafardear un poco.
    -¿Alguna cosa que llamase su atención?
    -Era un apartamento pequeño, con pocos muebles. Había una fotografía en la que salían ella y su marido colocada sobre una repisa, llena de polvo, como el resto de la casa. No parecía que allí se limpiase mucho, la verdad...
    En ese momento suena el teléfono del teniente Bratton.
    -¿Si? -Dice el teniente tras descolgar el auricular... -De acuerdo, enseguida salgo.
    El teniente se levanta y me pide que le disculpe un momento.
    -¿Quiere un café? Me pregunta antes de salir.
    -Se lo agradecería.-digo yo.
    El teniente sale del despacho y el suboficial me sirve un café caliente con mucha crema que me pone el cuerpo a tono. Al cabo de tres minutos, el teniente vuelve a entrar y se sienta.
    -Puede continuar -me dice el teniente.
    -Pues verá...Al cabo de unos instantes, Clara Jones volvió a entrar, se sentó otra vez junto a mí y empezó a contarme su vida y milagros. Me dijo que había nacido en Hoboken, Nueva York, que su verdadero padre se llamaba William Jones y tenía un negocio de artículos de riego, y que además le encantaba pescar truchas...
    -¿A quien le encanta pescar truchas? ¿A ella? -Me pregunta el teniente.
    -No, a su verdadero padre...Me contó que sus padres se divorciaron cuando ella tenía siete años. Su madre se lió con un cirujano del corazón llamado Mike Thronton, de New Jersey, y se fueron a vivir con él. Entonces, a los dieciséis años Clara Jones se escapó de casa y se fue a vivir con una amiga a Los Angeles.
    El teniente Bratton apunta algo en un papel.
    -¿Le dijo porqué se escapó de casa?
    Se hace un silencio. El día empieza a clarear. El suboficial se acerca a la ventana, tira del pomo y la abre. Hace un calor sofocante.
    -Clara Jones me dijo, palabras textuales: decidí perseguir mi sueño de ser cantante y encontré trabajo como camarera en un bar nocturno. Conocí a un productor musical que se llamaba Marvin Solznick, y él me aconsejó que me cambiase las tetas, porque eso me ayudaría en mi carrera.
    El teniente y el suboficial se echan a reir.
    -¿Eso le dijo? Pregunta el teniente.
    -Exactamente como se lo estoy contando. Clara Jones se operó los pechos, se puso dos auténticos melones, y empezó a trabajar como azafata en fiestas donde solían acudir actores, actrices, productores y todo tipo de gente del espectáculo. Tuvo líos con productores, promotores, agentes, subagentes, extras, dobles...pero ninguno le hizo caso realmente y, al cabo de un par de años, lo único que había conseguido había sido labrarse un inmenso prestigio en la cama. Total, que decidió regresar a Nueva york, y tras deambular durante algunos meses por “los lugares más sórdidos de su propio yo” -según me contó- conoció a un tal Dimitri, y al cabo de dos meses se casó con él.
    -¿Le explicó por qué se casó tan rápido?
    -La boda con Dimitri había sido una válvula de escape para ella, según me dijo. Además, la familia de él tenía mucho dinero. Su padre era propietario de una docena de Diners esparcidos por Queens y Manhattan y las cosas les iban bien.
    -O sea, un braguetazo -pregunta retoricamente el teniente.
    -Algo así -dije. -Sin embargo, un día, Dimitri se enemistó con su padre y este dejó de pagárselo todo, por lo que él tuvo que buscarse un trabajo. Un amigo le aconsejó que se enrolase en un barco mercante y eso hizo. Pero a partir de ahí, las cosas empezaron a empeorar.
    -¿En qué sentido? -me pregunta el teniente.
    -Cada cosa que ella hacía a él le parecía mal, le decía que era una estúpida y que tenía que crecer. Cuando estaba en casa, Clara intentaba hablar con él, pero la actitud de Dimitri era siempre de ignorarla y de seguir con lo suyo, ya fuese comer, mirar la televisión o cualquier otra cosa que estuviera haciendo en ese momento. Además, se volvió un alcohólico. Cuando estaba en casa se podía beber entre diez y quince latas de cerveza todas las noches y cuando iba a ver un partido de fútbol siempre se llevaba latas consigo. Empezó a pegarla. Una vez la arrastró por todo el apartamento cogida de los talones, amenazándola con matarla mientras ella le gritaba “Jódete mamón”, “puto marica de mierda” y se retorcía para librarse de él.
    El teniente se levanta y va a buscar un ventilador que está al otro lado del despacho, junto a una ventana. Lo desenchufa y lo coloca a su lado, sobre la mesa.
    -Siga -me dice, mientras busca un enchufe, con el cable del ventilador en la mano.
    -En ese momento, serían las doce de la noche, o algo así, Clara Jones se levanta y vuelve a salir, supongo que para meterse una raya; Clara era mucho de meterse rayas, me parece. Yo cojo una revista del estante situado debajo de la mesita auxiliar para distraerme y empiezo a ojearla; una revista de subscripción. En el interior había una entrevista con Fred Manion, el actor con el que Clara Jones iba a trabajar. Fred Manion hablaba del oficio de actor y de que había estado en rehabilitación.
    -Eh! Ya sé quien es ese Fred Manion -dice el suboficial. -Es un actor de pelis porno.
    El teniente da un sorbo a su café y el suboficial continúa tecleando.
    -Continue, por favor -dice el teniente.
    -Mientras estaba ojeando la revista, apareció otra vez Clara Jones, con los pechos al aire -como si eso fuera lo más normal del mundo- me rodeó con sus brazos y se apretó contra mí. Yo sentía que algo iba a ocurrir, que había cruzado una especie de linea prohibida. Por primera vez notaba el olor de su perfume: dulce, suave y afrutado. Me daba la sensación de estar como en un sueño y ella empezó a quitarme los pantalones.
    -Ahora vas a follarme -me dijo.
    El teniente vuelve a dar otro sorbo a su café, carraspea un poco y dice:
    -¿Y?.
    -Pues eso...Yo estaba nervioso y excitado y cuando ella me cogió el vaso de la mano para dejarlo encima de una mesita auxiliar, va y se le cae, y todo el líquido se esparce por encima de la alfombra, una alfombra que su marido había traído de Marruecos y, al parecer, era muy valiosa. Clara salió corriendo del salón con mis pantalones en la mano y en ese momento sonó el timbre de la pùerta.
    -¡Es mi marido!. No sé que está haciendo aquí. Se suponía que estaba de viaje en el pacífico transportando no sé que mierda de mercancía china ¡Joder! -dijo ella.
    -Escóndeme en un armario -le supliqué yo.
    -Imposible, el piso es muy pequeño. Te descubrirá... Tendrás que salir por la ventana y bajar por la escalera de incendios -me dijo finalmente mientras me empujaba.
    -¿Y qué hizo usted?
    -¿Qué iba a hacer? Todo eso ocurrió en cuestión de segundos, y ni siquiera tuve tiempo de reaccionar. Cuando quise darme cuenta, ya estaba colgado de la escalera de incendios, dando un tremendo salto hasta la calle. Al caer me torcí el tobillo, pero eso no fue lo peor. Lo peor era que me había olvidado los pantalones y los zapatos arriba en el apartamento.
    El teniente lanza el vaso de café vacío a una papelera y se sirve otro café de una cafetera que hay en una mesita accesoria, detrás de su escritorio. Da un sorbo y me pide que continúe. Le digo:
    -Yo intentaba pensar con claridad como iba a regresar a mi casa sin pantalones cuando se asomó a la ventana el marido de Clara Jones y miró hacia la calle, como buscándome. Yo le saludé con la mano y le pedí por favor que me tire los pantalones. Fue una tontería, la verdad. El marido de Clara Jones se metió de nuevo en el apartamento y volvió a salir con un revolver, disparói un tiro al aire, como si estuviera en el Far West y me gritó: “eres un cerdo hijo de puta y voy a acabar contigo”. Después, apuntó el revolver hacia mi y me disparó otro tiro que pasó a escasos centímetros de mi cabeza.. Al oir el silbido del proyectil me acojoné tanto que salí cagando hostias.
    El teniente asiente, resopla y bebe otro sorbo de café.
    -!Qué animal!. Siga -dice.
    -Clara Jones vivía en la 167 esquina Malcom X y en la calle apenas había gente a esas horas. Milagrosamente, conseguí atravesar dos calles sin ser visto y ahora me encontraba, sin pantalones, frente a una gran avenida. No tenía ningún plan específico en la cabeza a parte de llegar a mi casa, aunque eso suponía tener que caminar una distancia de cuarenta manzanas, algunas de ellas bastante concurridas a esa hora de la noche. Aturdido por mi situación, pensando que lo mejor hubiera sido no salir de mi casa, me vino a la cabeza un sueño recurrente, en el cual me encuentro caminando por la calle completamente desnudo, y trato de huir, pero no puedo, porque no hay lugar donde esconderme, y siento una terrible vergüenza, a pesar de que la gente no me mira, sino que pasa de mi, ignorándome como a un hombre desnudo invisible (Tras muchos años de tener este sueño recurrente he llegado a la conclusión de que simboliza la vergüenza que yo mismo siento al exponerme a los demás).
    El teniente me interrumpe y me dice que no hace falta que explique mis sueños al detalle, ni el simbolismo que yo creo subyacente en ellos. Me solicita encarecidamente que me centre en la descripción de los hechos tal como han ocurrido.
    -Continúe, por favor -me dice el teniente.
    -Cuando estoy por fin persuadido de cruzar la avenida y de llegar a la calle perpendicular al otro lado, oígo detrás de mí el sonido de una sirena de policía. Yo solo quería llegar a mi casa ¿Comprende? y, por miedo, no lo dudé ni un instante: eché a correr y atravesé la avenida. En mi huída me crucé con dos tipos que me miraron de arriba a abajo, riéndose a carcajadas. Consigo meterme en otro callejón, que apenas está iluminado, y corro todo lo que pude. Recorrí unos doscientos metros, llegué hasta la puerta de un bar y entré.
    El teniente mueve la pieza basculante del ventilador y da un sorbó a su café. El ventilador empieza a girar y, al llegar a mi altura, un aire fresco y tonificador me baña la cara llena de sudor.
    -Qué calor hace hoy. -dice el teniente.
    El suboficial asiente y siguió tecleando.
    -Siga -dice el teniente.
    -Era un bar cutre y estaba vacío. Detrás de la barra, un camarero negro me miraba con cara de pocos amigos.
    -¿Hay alguna puerta trasera? -le pregunté.
    -¿Para que quieres una puerta trasera si ya tienes la delantera?.
    -Yo le explico un cuento chino. Que unos tipos me habn atracado y me han robado mis pantalones y que, no contentos con esa fechoría, se han dedicado a perseguirme hasta que yo he conseguido darles esquinazo. El camarero me señala una puerta al fondo del local
    -Esa puerta da a un callejón -me dice. ¡Lárgate! No quiero problemas (Yo le di las gracias y fui corriendo hacia ella)
    -Me encontraba en otro callejón y pensaba...¿Cómo puedo regresar a mi casa? Gracias a Dios, veo un taxi parado al final de dicho callejón y voy corriendo hacia él, abro la puerta y entro sin ni siquiera preguntar si estaba libre. El taxista se gira en su asiento, y al verme sin pantalones, me pregunta:
    -¿Llevas dinero?
    -Le digo que no, pero que en cuanto me lleve a mi casa le pago. El taxista no estba seguro de mis intenciones y se me quedó mirando unos instantes más, dudando. Era un hombre de complexión fuerte. Tenía un rostro cuadrado con una nariz pequeña en comparación con el resto de su cabeza, y un cuello casi inexistente. La cabeza, por tanto, reposaba casi sobre sus hombros ¿Sabe lo que le digo? como uno de esos luchadores de wrestling o de Sumo. La anchura, de hombro a hombro, debería de ser de por lo menos un metro, y las orejas eran muy pequeñitas. Medía alrededor de un metro ochenta o metro ochenta y cinco y sus manos eran gruesas y grandes, el doble que las mías. Pensé en las posibilidades que tenía de salir ileso en caso de no pagarle y me imaginé que me rompería la cara y posiblemente me patearía el abdomen hasta dejarme doblado si no lo hacía.
    El teniente vuelve a interrumpirme y me aclara que no hace falta que haga suposiciones sobre algo hipotético cuando ese algo hipotético no va a ocurrir. Sigo con la narración.
    -Cuando acabé ese pensamiento, el taxista seguía mirándome y tuve que explicarle la historia que ahora le estoy explicando a usted. Al final, me dijo:
    -Te llevaré a tu casa porque me has caído bien. Me llamo John. -Y me ofreció la mano para que se la estrechara.
    -Me sentía mucho más aliviado. Al cabo de unos instantes, el taxista me preguntó a que me dedicaba y yo le dije que era escritor. Nos pusimos a charlar y le expliqué todo lo referente a una novela que estaba leyendo y que se llamaba “Sueño Africano”, que es la historia de un hombre que sufe una crisis existencial y decide romper con todo, iniciando una nueva vida en África. El protagonista se llama Spencer...
    El teniente sacude la mano repetidas veces con impaciencia y me pide que siga narrando los hechos tal como han ocurrido, sin interferencias literarias. El suboficial teclea y teclea sin cesar.
    -Al parar en un semáforo, el taxista me contó una historia real que le había pasado a él cuando era taxista en L.A. Una noche...
    -¿Va a contarme la historia del taxista? -me pregunta el teniente.
    -Es importante -le digo yo.
    -Está bien, adelante. Siga.
    -La historia ocurrió en Los Angeles. Una noche, mientras conducía, paró en un semáforo rojo de Mullholand, cerca de la I-405, muy cerca de una enorme escuela para niños judíos, y un tipo sin camiseta abrió la puerta y se subió a su taxi. Un tipo alto, grueso, moreno, de unos cincuenta años. El taxista me admitió que estaba asustado, pero enseguida se dio cuenta de que el tipo no llevaba armas. Era una noche fría y horrible y el pobre infeliz estaba temblando y sus dientes castañeaban. El taxista subió las ventanillas y puso la calefacción, se colocó la gorra de beisbol y le preguntó a dónde quería ir.
    -¿A dónde, amigo? -le preguntó.
    -A Encino. -respondió el otro.
   -Cuando iba por la 405, el tipo le contó lo que le había ocurrido: que estaba medio desnudo con su novia de 30 años cuando, para sorpresa de ambos, el marido de ella llegó a su casa y él tuvo que salir por la ventana.
    -Ya veo, como usted. -me dice el teniente.
    -Exacto...John, el taxista, acabó de contarme la historia y empezó a reir a carcajadas, dando manotazos al volante. Reía y reía (porque le había pasado lo mismo dos veces) y de tan excitado que estaba, salió del semáforo antes de tiempo y un todo terreno que venía por una avenida perpendicular se saltó el semáforto en ambar y embistió al taxi con toda la mala leche. Afortunadamente no nos embistió por el centro, sino por la parte trasera y eso provocó que el taxi empezase a girar sobre si mismo mientras se desplazaba horizontalmente por la calzada. Yo me había agarrado instintivamente al asiento delantero, pero eso no impidió que fuese de un lado a otro como una peonza loca. Por su parte, el taxista, con sus enormes manazas, agarraba el volante como podía y lo giraba y giraba como si de esa forma pudiera contener la implacable furia de la segunda ley de Newton. Pero no pudo. Al final, el taxi fue a chocar contra una farola, la arrancó de cuajo y siguió hasta impactar contra la fachada de un edificio con un sordo crujido de chatarra.
    El teniente da un último sorbo al café, dice “Buff” y se rasca la oreja izquierda con el dedo meñique.
    -Muchas gracias, ya hemos acabado... Puede irse. -Me dice el teniente. -Si necesitamos algo más le llamaremos. Jim acompáñale hasta la puerta.
    Cuando salgo de la comisaría son las siete de la mañana. A Dimitri, el marido de Clara Jones, ya lo han encontrado y detenido, y el cuerpo de ella sigue en el depósito policial, con un tiro en el esternón. Una mujer policía me ha dado unos pantalones viejos, unos zapatos y un billete sencillo de metro para regresar a mi casa. Nueva York empieza a despertarse y algunas personas van con prisa por llegar a sus respectivos trabajos. Yo, por el contrario, solo quiero pillar la cama y echarme a dormir.



EL ENGAÑO


     Cuando el Reichstag se quemó, la mayoría de los alemanes simplemente se negaron a creer las sugerencias de que el fuego había sido protagonizado por el propio Hitler como una operación de falsa bandera con el fin de aumentar su creciente poder. Temían. Pero también fueron atrapados por su creencia en su propia valentía, incluso a medida que evitaban la situación que requería más coraje real: hacer frente a las mentiras y engaños de un gobierno de psicópatas con un psicópata a la cabeza. Él sabía que gobernaba una nación de cobardes, y sabía cómo tenía que hacer la guerra para que esa nación de cobardes pudiera luchar y ganar: mintiendo. Decoró sus tropas con insignias para hacer que se sintiesen orgullosos de sí mismos; la Runa Sigel, que equivale a la «s» en el alfabeto Futhart antiguo, que significa Sol, y que según algunas leyendas fue creada por el Dios Odin, fue el símbolo por antonomasia de las SS. (Dicha Runa, como todas las demás, se distinguía por la ausencia de trazados horizontales. La verticalidad, como nexo de unión entre el pueblo y lo divino, entre lo terrenal y lo sobrenatural, nublaba el sentido común). Copió los desfiles de la antigua Roma para recordar a los alemanes la derrota que Hermann infligió a las poderosas legiones romanas en el Bosque de Teutoburgo. Se añadieron talismanes de las religiones ortodoxas en los uniformes y se llenó el alma de los soldados con delirios de fuerzas místicas y una vida en el más allá en caso de caer en la batalla. Por último, sabiendo que se necesita valor para matar al enemigo cara a cara, gastó grandes sumas de dinero en aviones, submarinos, artillería de muy largo alcance, misiles crucero, barcos; armas que podrían ser utilizadas para matar a distancia, para que los cobardes que lo vanagloriaban, lo agasajaban y le tenían como un Dios, no tuvieran que enfrentarse a la realidad de lo que estaban haciendo.
     La lucidez fue sin duda una de sus cualidades dominantes, pero al final tampòco la necesitaba, porque tenía el poder. “Las cloacas del poder se ponen en marcha: los culpables tienen que ser eliminados. Y si no se hallan, se inventan” dijo Saramago. Una voluntad de poder oscura y siniestra, narcisista y megalómana, y las personas que trataban de frustrarla, se veían expuestas a una represalia despiadada, talentosa y tenaz, volviéndolos todavía más cobardes.
     Como persona apasionada, Hitler daba a cada elemento de su vida una intensa e implacable tensión y se sentía particularmente entusiasmado cuando un nuevo elemento surgía de algún contexto sin precedentes. Pocos alemanes, y aún menos extranjeros, consiguieron ver que la invasión de Polonia rompía todos los esquemas y principios de la guerra: la declaración de guerra. Los romanos, a los que tanto idolatraba y trataba de emular, no empezaban las hostilidades sin mandar a sus heraldos al pueblo de quien exigían satisfacción para hacerles comprender que desde aquel día eran mirados como enemigos, Hitler no hizo eso. No le hizo falta. Un candor innegable, y un carácter sencillo que seducía a muchos interlocutores, y que habían sido heredados de su madre y ocultaban el horror de un padre que le atizaba dieciseis latigazos, treinta y dos latigazos, sesenta y cuatro latigazos, dependiendo del grado de hebriedad en el que se encontrara, impidieron que 80 millones de personas vieran algo extraño en esa actuación.
       En el trabajo pedía siempre intuición, energía, coraje, confianza y entusiasmo. Animaba a la gente a seguir adelante, contra viento y marea, con fuerza; “lo que importa no es lo que se ve; hay que juzgar el árbol por sus frutos”... solía decir... Las palabras desaparecen, pero las acciones y sus consecuencias son visibles y se mantienen...Era de una sensibilidad a flor de piel y le encantaban los pasteles, la música, la pintura (de hecho algunos de sus cuadros no están nada mal) y sus emociones tan profundas, su imaginación tan viva, eran, por así decirlo, en su delicioso mundo de sueños, todo un paraíso de fantasía enredada en fragmentos de la realidad, recuerdos románticos y esperanzas ocultas ¿Quien iba a desconfiar? (Y eso que, a veces, su receptividad era tan intensa que podía caer en la mediumnidad o, lo que es más preocupante y raro, tener alucinaciones).
Su personalidad polifacética le pedía que se interesase en muchas áreas; la imagen que daba de sí mismo enmascaraba una naturaleza más poliédrica: sentimental, sensible, modesta y vulnerable. Ese era su encanto, y, a veces, su talón de Aquiles. En alguna parte de él había una tendencia a la introversión, a la tranquilidad, incluso a una especie de aislamiento, ya fuese por elección o por el hecho de ciertos acontecimientos, y sus emociones intensas y a menudo violentas le daban un encanto indefinible, lleno de densidad y misterio.
       Había dos tipos de hombres fuertes en la sociedad primitiva. Uno: el jefe que era físicamente poderoso, más fuerte que todos sus competidores; dos: el hombre que no era fuerte en sí mismo sino que se fortalecía en razón del poder que el pueblo proyectaba en él. En este sentido, el secreto de Hitler era un inconsciente con un acceso excepcional a su conciencia. Era un místico, que escucha atentamente una corriente de sugerencias susurradas, que vienen de una fuente misteriosa y luego actúa sobre ella.
       Algunos de los mejores momentos de la historia de la humanidad han sido alimentados por la inteligencia emocional. Cuando Martin Luther King, Jr. presentó su sueño, eligió un lenguaje que agitaba los corazones de su público. "Estados Unidos ha dado a los negros un cheque sin fondos." Prometió que una tierra "sofocante por el calor de la opresión" podría ser "transformado en un oasis de libertad y justicia ", y previó un futuro en el que en las rojas colinas de Georgia los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serían capaces de sentarse juntos en la mesa.
     Nueva evidencia muestra que, cuando la gente perfecciona sus habilidades emocionales, se vuelven mejores para manipular a los demás. Cuando alguien es bueno en el control de sus propias emociones, puede disfrazar sus verdaderos sentimientos. Cuando alguien sabe lo que otros están sintiendo, puede tirar de sus fibras sensibles y motivarlos a actuar en contra de sus propios interese
     Eso es lo que hizo Hitler. En eso se basaba su engaño.

                                                        AQUELLA NOCHE

     Esa noche me había pintado una guinda en la cabeza, como hace las noches que sí, que quiere sentirse amada pero no lo tiene claro del todo, que sí, que quiere toda la ternura del mundo pero ... no sé, no sé ...
    Me había metido dentro de un zapato que odio, de color beige, con unos grandes tacones, con mis
otros nueve hermanos, pero en el último rincón, como siempre, en un espacio minúsculo que me impide moverme y además hace una pendiente de más de veinte grados. Salió de casa dando fuertes golpes con los pies, con un libro en la mano por si las moscas, firme, como hace siempre que quiere mandar y tener clara una cosa, pero resulta que no la tiene tan clara ni de lejos, y a mí eso me tiene atolondrado, porque no puedo parar de darme golpes, me aplasto contra el zapato, me asfixio entre sus estrechas paredes, se me retuercen mi pequeño tendón y mi frágil músculo abductor hasta límites insospechados.
    Mi espacio físico preciso es al final del pie a mano derecha. Es allí donde ocupo una decimoctava parte del pie y una ciento catorceava parte de toda ella; así es como soy: pequeñísimo. Soy como un guisante, bueno, tal vez exagero, como dos guisantes.
    Pero el peor momento de todos fue cuando aquella noche la cosa fue bien y, finalmente, se
dieron el beso. Ella se puso de puntillas (él debería ser muy alto) y se sostuvo con la punta de mi cuerpo diminuto no sé cuanto tiempo: quince ... veinte ... cuarenta minutos ... Cuando estás prisionero en un lugar tan estrecho el tiempo es muy relativo, ¿sabéis? Por eso a mí me pareció una eternidad, y por eso, también, cuando finalmente me sacó del zapato y me dejó libre en medio de la cama, en un espacio tan inmenso y lleno de oxígeno, sentí como una ducha de aire fresquísimo venida directamente de las galaxias.
    Pero enseguida llegó él ¡pesado!, abrió la boca suavemente y me mordió la guinda.
Y entonces oí su voz que murmuraba: -Mmmmmm!